La segunda temporada de esta inusual heroína de Marvel gira en torno a la culpa, a la soledad de quien no puede superar haber sobrepasado el límite y que, como siempre hace, recurre al alcohol, al sexo ocasional con desconocidos y al gesto torcido para alejar unos fantasmas que son parte de su idiosincrasia. Jessica Jones no es una superheroína porque no quiere serlo. Su único anhelo es intentar mitigar el dolor que la acompaña desde ese accidente de coche del que se culpa en el que falleció su familia. Debió morir con ellos. Eso cree y eso lleva deseando 17 años. Se castiga sumergiéndose en whisky y alejando a todo aquel que intentar romper la coraza de dureza simulada con la que se autoprotege. La fortaleza de Jessica Jones es solo física. Por dentro está más destrozada de lo que es capaz de reconocer. Con su hoja de vida, no es para menos.
Huérfana en plena adolescencia y manipulada por un ser como Kilgrave (David Tennant) que la manejó a su antojo convirtiéndola en amante forzosa y asesina inconsciente, su dramática biografía no ha hecho más que alimentar ese temperamento huraño que se gasta. Muchos ven en ella a una superheroína que salvó a la ciudad de Nueva York de un monstruo como Kilgrave. Ella solo ve, solo se siente, como una asesina. Esta vez (salvo aparición más allá del quinto capítulo), no existe un villano tan perturbador y sólido como el de la primera entrega que tan buenas críticas le generó en su día. Quizá se eche en falta en los primeros episodios, pero acaba por olvidarse su ausencia. Su apuesta más por el género de investigación, con una Jessica Jones al frente de Alias más hosca que nunca, funciona. Mientras intenta pasar página se mete de lleno en su propio caso, averiguar quién experimentó con ella y la convirtió en algo que ni siquiera ella misma sabe qué es. Sus poderes la persiguen. Quiera o no quiera, son parte de ella.